En el Himno por la morada terrenal, plegaria de los mbyá-guaraní, se escucha cantar:
«A’e riréma, nde ywy rupa kova’e rã my ri voi nda’u, reroayvu araka’e, nde ewypy reguerojera, opa marangua mbojeecha vaípy roñombyaty agua, nde jechaka kuaray remboupa javére».
Un canto al Padre Ñamandú, el verdadero, el primero, que mediante la palabra creó la morada terrenal. Este himno puede interpretarse en nuestro idioma del siguiente modo:
«En consecuencia, ¿solamente para esto hablaste en tu morada terrenal, con tu palabra la creaste, para estar todos juntos en medio de toda clase de males, por todos los lugares en que asientas tu reflejo, el sol?»
León Cadogan, marcando cierta variación, traduce «nde jechaka kuaray remboupa javére» como «por donde quieras hagas se sienta tu reflejo el sol».
Esta plegaria es también llamada canto resplandeciente. Comparte el mismo universo de palabras con otros cantos, en los que se suelen oír expresiones como «o’e wy ma reguerojera», que es una forma de decir «lo creaste con la palabra», o el hermoso «reroayvu va’erã», voz de simultáneo significado: «has de decirlo» y «has de crearlo».
Decir es crear. La palabra es sustancia creadora y bien común que se nos otorgó. Ñamandú, dios travieso y maestro de la palabra, llena el espacio que nos rodea a través de la presión de los rayos solares, ubicando el sentido de las palabras en las alturas incógnitas del cielo. Nosotros, habitantes de esta desdichada morada terrenal, las pronunciamos desde el suelo, como si cultiváramos la tierra, entre los relieves submarinos o sobre los continentes y terrones insulares que danzan en los océanos, para otorgarle la misma dimensión del reino vegetal: aventura que trepa en las oscilaciones del aire en busca del sol.
Seguramente, nuestro primer canto fue dedicado al sol, esfera que ha permanecido en el mismo lugar desde muchos antes que la vida haya adquirido la facultad de observar, movimiento ocular que nos permitió distinguir los escorzos que conforman nuestro entorno. Guardado en la memoria más ancestral, el sol, reflejo de Ñamandú, parece indestructible: «Oupi pan e omarã eŷ rã», alcanzar ese estado en que no se sufre más daño, cantar luminosamente porque los dioses sólo escuchan las bellas palabras. Como los ojos frente a la luz, nuestras voces y plumas sólo conocen un determinado espectro del universo de las palabras.
Este proyecto, que se desarrolla bajo el nombre Nadar Ediciones, nació en el mismo instante del equinoccio vernal de 2014. Enfrentados nuevamente a un equinoccio, volvemos a pensar en los motivos de este ejercicio, que es también nuestro oficio. El acontecimiento del equinoccio es el momento de la «noche igual». Todo el globo, imaginando un ecuador invisible, está posicionado equitativamente frente al sol, que brilla en el cenit, el punto más alto del cielo. Indagamos, entonces, el límite de las palabras, los alcances que tiene adoptar la palabra como sustancia de inspiración y trabajo. Imaginamos a Nadar, el otro nombre de Félix Tournachon, elevándose en un globo aerostático hacia el cenit junto a su cámara fotográfica, retratando los reflejos de la luz solar que empujan la tierra.
Nadar Ediciones, que se configura como canto resplandeciente y aventura celeste hacia el insondable cielo, navega buscando las costas de una playa virgen. Inconmensurable mirada, nuestro oficio no es hacer libros, sino explorar la dimensión de las palabras. La plasticidad de sus formas. Su devenir en los flujos del tiempo. El extraviado lugar donde reposa hoy en día.
Cantamos y el sol brilla en el cenit: «Che ñe’êke erojapo, Ñamandú Ru Ete Tenondegua, nde wy arombo’e ñendu». Haz que tengan fortaleza mis palabras, Verdadero Padre Ñamandú, el Primero, pronuncio estas plegarias para que tú las escuches. Che ñe’êke erojapo. Que estas palabras actúen, que no sean pronunciadas en vano.
Nuestro pronunciamiento, el de Nadar Ediciones, es acción, creación, exploración. Potencia creadora de la palabra, que supera su presencia física y se disuelve en vasto cielo de nuestras mentes y manos. Planta que se extiende hacia el calor interior de la tierra y se estira para alimentarse del sol. La palabra es el alimento de la morada terrenal.
Nadar Ediciones, equinoccio de otoño, 2015.